17 Ago TEMPRANO SUSPENSO – Un ensayo sobre la perfección.
Se me están quebrando las costillas. He quedado inmóvil ante el hocico occiso y mojado de aluminio. Cuando encendí la regadera, resonó una excelente esquirla de esperanza por obtener alivio, otra vez pensé mal.
Las arterias van erosionando y pienso el cortisol el responsable. Y de nuevo el dolor entre las franjas de mis costillas se endurecen y se ensimisman en contraerse sin mi consentimiento. Buscan que él se quede adentro. Y no sé, sinceramente, de que hablo: sí, del corazón, el deseo o el miedo. Cualquiera que me mantenga vivo puede quedarse.
No seas tan duro contigo mismo. Es el cliché de los terapeutas. Estoy seguro de que hay libros de oraciones de acompañamiento como si fuesen recetas elaboradas. Son palabras al servicio del mantener valía en el mercado de la emoción. Las palabras no lo valen cuando no se recitan con sinceridad. Maldita sea.
Casi, religiosamente, cada mañana se me disparan los nervios, reitero, no sé cuál sea la razón. No sé si el miedo, el deseo o la fatalidad de que el corazón persiste en su vocación de lazarme hasta la punta de los dedos toda la mierda que le doy. O la fatalidad, las ilusiones y sueños que nos empeñamos en convertir en actos sistemáticamente realizados y en metas de productividad. No lo sé. Parece volverse más pesadilla qué una mera realización.
Metas inalcanzables, expectativas sobrepuestas, la evitación del intento de aquello que admiro por temor al fracaso, el nulo disfrute, la poca valoración de mis logros alcanzados. Lo único que vale la pena es mantenerme cuerdo ante la transición fatídica de ser un hombre, que un día entró de golpe, como casi todo aquello que insiste en romperme hasta las clavículas y vencer la fuerza de mis hombros.
Es perfeccionismo. Un signo claro. Es alabado por esta sociedad cansada, admirada por muchos y realizable solo por el desgaste mismo de uno. Pero cuando uno disuelve sus huellas dactilares, luchando por ser un ”alguien” qué desconocemos el origen de su imposición, el espectador solo lo queda una cosa al verme consumirme: al final, cambiar el canal.
No eres tan importante para los demás. No para muchos. No para todos. Hay uno o dos pares de retinas que les fascina contemplarte vivo y realizable. Al parecer solo eso importa. Importa la calidad de la visión. Importa el prismacolor, los matices y el sano rendimiento. No somos más que nadie. Todos vamos al mismo pozo que fue o será letrina, eventualmente. Nuestras heces, nuestros huesos, descansarán y se volverán putrefactos juntos, no podemos hacer nada al respecto más que, tal vez, hoy disfrutar el recorrido a ese inminente final. Con todo eso encima, no evitarás nuestro universal destino.
Pero, ¿qué nos queda? La infinita variedad del prisma.
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